Comentario al Evangelio - Nuestra Señora de los Dolores
Comentario al Evangelio
sábado 23° Ordinario | 15 de septiembre 2018.
Nuestra Señora de los Dolores.
El discípulo la acogió entre los suyos.
Jn 19, 25-27
Hijas de San Pablo
Hna. Verónica De Sousa, fsp
Hoy contemplamos al crucificado en
relación a su madre. Jesús que pende de la cruz ha sido despojado de su
dignidad y de su buen nombre. Esto es reflejado incluso en su desnudez. La
muerte en cruz era reservada a los peores criminales. Los primeros cristianos
fueron madurando una visión diferente de esta realidad para descubrir, en este
instrumento de oprobio, cómo Dios llevó su amor al extremo. La cruz revela a
Dios no como benefactor sino como el solidario, que ha llevado sobre sí el
pecado de muchos: “Él mismo cargó nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero
de la cruz, para que, muertos al pecado, viviéramos rectamente” (1 Pe 2, 24).
Los versículos 25-27 forman parte del
“Testamento de Jesús”. Son palabras indicativas, de gran peso existencial: ante
la muerte nadie busca decir cosas bonitas, sino expresar qué es lo esencial, lo
que apremia su corazón. Al pie de la cruz están los que han
amado al Maestro: María, el discípulo, las piadosas mujeres. El calvario hace
comprender a la Madre el alcance de la profecía de Simeón (cf. Lc 2, 35). Ella,
acostumbrada a hacer la voluntad del Señor, pronuncia esta vez un doloroso “Hágase”
(cf. Lc 1, 38).
Jesús ve a María al pie de la cruz,
sufriendo, pero firme. Mujer fuerte, que no se deja abatir y que no interfiere
en el destino que el hijo ha abrazado. Su presencia silenciosa apoya al hijo en
su entrega hasta la muerte de cruz (cf. Fil 2,8).
Así Jesús le encomienda lo que él mismo había hecho entre sus
discípulos: “Mientras estaba con ellos, yo protegía en tu nombre a los que me
has dado. Los cuidé y ninguno de ellos se perdió…” (Jn 17, 12). Podemos decir que María
participa de la solidaridad que ha llevado a Jesús a la cruz y, en Juan, acoge
a la comunidad de los discípulos, a la Iglesia. El amor lleva a asemejarse al amado en sus actitudes vitales.
Luego se dirige al discípulo amado y,
en él, a todos nosotros: “Ahí tienes a tu madre”. Jesús no solo nos da su vida,
incluso nos da a su misma madre, también ella don de su amor. La consecuencia
es directa. El discípulo actúa como tal, escucha
y obra la Palabra: “El discípulo la acogió entre los suyos”.
María es un regalo de Dios a la comunidad
de los discípulos. Su presencia en la Iglesia no es ornamental ni caprichosa.
La espiritualidad mariana es esencial en
el Evangelio, en la vida de la Iglesia. Podemos observar también otro
elemento simbólico, que habla de la fidelidad de Dios a su Palabra y cómo actúa
a través de los siglos. Veamos.
Los evangelios hablan poco de la
Madre del Señor. En Juan, aparece solo dos veces: en este relato final que
comentamos y al inicio, en las bodas de Caná (Jn 2, 1-5). Son dos episodios,
exclusivos del evangelio de Juan, con un profundo valor simbólico. En ambos
casos, la Madre de Jesús representa simbólicamente el Antiguo Testamento que
aguarda y contribuye activamente para la llegada del Nuevo Testamento. María es
como el eslabón que une lo que había
antes con lo que vendrá después.
Podemos notar en este relato cómo se
realiza dicho paso.
Si María representa el Antiguo Testamento, el discípulo
amado representa el Nuevo, es decir, la comunidad de los discípulos o, dicho de
otra forma, el nuevo pueblo de Dios, la humanidad nueva que se forma a partir de la vivencia del evangelio.
En las palabras, dirigidas a cada uno de ellos, encontramos la continuidad de
la historia de salvación, su plenitud. Obediente a Jesús, el discípulo amado
–el Nuevo Testamento– recibe a la Madre –el Antiguo Testamento– en su casa. En
otras palabras, en la comunidad cristiana, se descubre el sentido pleno del
Antiguo Testamento. Así comprendemos la historia de la fidelidad de Dios, que
abarca los siglos y se extiende más allá, hasta la consumación, donde el Señor
hará nuevas todas las cosas (cf. Apoc 21, 5).
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